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Fisiología de la emoción

Que la vergüenza –o, por mejor decir, la capacidad de experimentarla– es afecto estrechamente ligado a la sensibilidad moral y al conjunto de sentimientos a ésta asociados, tales como el arrepentimiento o la culpa, parece cosa obvia que, por lo demás, ha sido suficientes veces subrayada; y lo prueba, acaso, el hecho de que resulta desconocida por todos aquéllos individuos aquejados de una verdadera anestesia moral; desconocida, pues, por el estúpido o el imbécil moral, o, como suele denominársele hoy, por el psicópata.

Los más reputados expertos en psicopatía, desde Cleckley a Robert Hare, destacan como uno de los rasgos definitorios de está, no sólo la ausencia de remordimientos, y, por tanto, de arrepentimiento o culpa ante las acciones manifiestamente inmorales o delictivas perpetradas, sino también la incapacidad de avergonzarse a causa de ellas. «Se estima –escribe Paúl Ekman– que la marca distintiva de un psicópata es que no siente nunca ni culpa ni vergüenza en ningún aspecto de su vida.» Consecuencia de ello es, en otro orden de cosas, la enorme destreza de tales individuos en el fingimiento y la mentira.

Ese es un extremo. En el otro se encuentran aquéllos tan inseguros de sí mismos y con un sentido del ridículo tan acusado, que la timidez, los exagerados escrúpulos y la vergüenza constituyen en ellos, casi por entero, la forma habitual que tienen de relacionarse con los demás y con el medio. Sin duda, tampoco este extremo resulta deseable. En el límite, podría acabar conformando otro tipo de alteración de la personalidad, lo que el DSM-IV denomina trastorno de personalidad por evitación, y entre cuyos criterios diagnósticos se señala el que el sujeto que lo padece «demuestra represión en las relaciones íntimas debido al miedo a ser avergonzado o ridiculizado». Tal es el criterio número tres, mas no es exagerado afirmar que todos los otros pivotan en torno a éste o son consecuencia de él: un temor patológico al ridículo acompañado de una no menor patológica vergüenza ante todas aquellas actividades o situaciones que obliguen a un importante contacto interpersonal.

En medio de ambas patologías de la personalidad se encuentra la que podríamos calificar de vergüenza normal: esa sensación de ridículo y hasta de desnudez psicológica o moral (si es que se entiende lo que quiero decir) que experimentamos cuando hemos sido sorprendidos en falta o en embuste relevantes; en acción que conlleva deshonra o pone de manifiesto actitud hipócrita; o, en fin, en comportamiento o actividad indecorosos y que atentan bien sea contra las normas establecidas por la moral, bien sea contra aquéllas otras que dicta la buena educación (eso que se denomina urbanidad y que debería ser, como lo fue antaño, asunto preferente en nuestras escuelas y colegios, tanto más cuanto que en los tiempos presentes hasta el mismo término ha ido cayendo en desuso); esa sensación de que nuestro yo psicológico y moral más profundo ha sido finalmente desvelado y muestra, al desnudo, todos sus defectos e imperfecciones, la fealdad antes cubierta por el ropaje del disimulo, eso es propiamente la vergüenza. Se trata, podríamos decir, del apuro que suscita la presencia desnuda de un alma deforme (sea la nuestra o la de otro, en cuyo caso, por empatía, experimentamos eso que se suele llamar vergüenza ajena). En cuanto a aquélla asociada a la desnudez no del alma (la psique), sino del cuerpo, nuestra lengua prefiere para designarla la palabra pudor, y eso pese a que, en según qué contextos, no considera ni mucho menos incorrecto el intercambio de ambos términos: principalmente cuando es la voz vergüenza quien invade el campo semántico de pudor, no tanto en el caso contrario. Es decir que en aquellas situaciones en las que decimos sentir pudor (entendido como sinónimo de modestia o recato; pudor, por ejemplo, a mostrar nuestro cuerpo desnudo), tanto daría decir que nos da vergüenza (naturalmente, nos referimos a permanecer desnudos y especialmente a mostrar los órganos sexuales sólo en determinadas circunstancias, porque en otras, más que de pudor se trataría de un serio problema sexual). Pero, en cambio, cuando hemos sido descubiertos en falta moral o cívica no solemos decir que sentimos pudor, sino vergüenza.

En conclusión, para algunos el pudor es un tipo peculiar de temor: aquél que se suscita cuando el mal que se teme es la vergüenza.)

El genuino comportamiento moral conlleva la exigencia de no hacer siendo invisibles aquello que no nos atrevamos hacer a la luz del sol y delante de todos; de no hacer en el secreto e intimidad de nuestra casa lo que no haríamos en la plaza pública. Para el individuo auténticamente honrado no existe (no puede existir) diferencia alguna entre el espacio público y el privado, y de ningún modo llevará a cabo, impune, cualquier acción a cuya publicidad pueda oponer algún reparo, ni hará, sin que se sepa, lo que no haría sabiéndose. O, por volver a nuestro asunto: aquello que sería motivo de vergüenza ante otro, lo será también ante sí mismo. Pero esto supone dejar de ver la esfera pública como el único ámbito de competencia de la vergüenza, y extender sus dominios también a la privada; supone ser capaces de desdoblarnos no sólo en otro para vernos con los ojos que nos ve, sino desdoblarnos también en nosotros mismos para vernos como si fuésemos otro que nos ve: en definitiva, ser, en este aspecto, otro para sí. Ser capaces, en suma, de sentir vergüenza no sólo de nosotros, sino también ante nosotros. Tal es, quizás, uno de los más altos ideales morales a los que podemos aspirar.

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